¿La vieron?

Sí, sentada en el muelle, buscaba…

Sentada estaba allí. Nada escaparía a su mirada….

La Historia puede cerrar los ojos, tanto como ella puede entreabrirlos para deformar los hechos, cambiando el contorno de las siluetas. También puede retorcerlos en anamorfosis imposibles de reconocer. Sin embargo, lo que ya nunca más podrá hacer, es escapar a la mirada, ni tampoco al tiempo.
La mirada de esta anciana mujer me dijo que en Izmir, en 1922, durante la ocupación del ejército turco, los armenios estaban obligados a permanecer en sus casas. Durante ese tiempo, en las calles, sirviendo limonadas a los soldados turcos sentados en las veredas, los vecinos denunciaban: “los que viven en ese balcón, son armenios, los que viven en la casa de la derecha, son cristianos…” Creían que de esta forma se cubrían, pero el sable turco también los alcanzó.
Otros, desafiando las prohibiciones, llevaban a escondidas a sus amigos armenios, agua y comida. Las casas que habitualmente estaban llenas de vida, se convirtieron en antesalas de la muerte.
Los armenios trataban de huir, de encontrar refugio cerca de sus parientes lejanos o de amigos. Luego, supieron que barcos franceses, italianos y de otras naciones de Europa, llegaban para repatriar a sus propios ciudadanos.
Era una premisa, el ataque turco no tardaría en llegar.

El 13 de Septiembre de 1922, el ejército Turco incendia la ciudad. La gente abandona los refugios para intentar llegar a los muelles en donde los militares franceses e italianos no eran suficientes para protegerlos.
Los soldados turcos entraban en las casas saqueando y destruyendo todo a su paso. Ponían en marcha el Genocidio aplicando su primera regla: quebrar la estructura familiar separando a los hombres de las mujeres y los niños.
Los hombres eran asesinados o embarcados en trenes hacia la nada; la muerte los alcanzaba en cualquier momento. Algunos habían encontrado refugio en la Catedral Gregoriana de Saint-Etienne; la gente gritaba y gemía... mientras los soldados turcos, con los ojos brillando de codicia, decían. « ¡Su Dios está muerto! », y se llevaban a las jovencitas para violarlas.
Las campanas de la iglesia repicaban a más no poder, pero nadie respondía al llamado.
El mundo se había vuelto sordo.

En la actualidad, las noches del 13 de Septiembre, las campanas de la Iglesia Saint Etienne suenan, pero la Madre Iglesia permanece sorda y muda.
La noche roja de ese 13 de septiembre de 1922 reflejaba sus llamas sobre las mujeres y los niños que se precipitaban sobre el muelle para poder embarcar. Los marinos franceses habían desplegado allí banderas para proteger lo mejor posible a la población que trataba de huir. Los soldados turcos continuaban disparando sobre ellos, teniendo como principal blanco a los que intentaban llegar a los barcos nadando. Los rescatados, fueron llevados a Mytilene, la isla de Lesbos, y luego encaminados hacia Atenas, y desde allí partieron hacia el resto del mundo.

Simón tenía 6 años el día de la gran debacle de Izmir. Caminaba con su padre, cuando una bala atravesó su sombrero arrojándolo contra un portón, desde donde vio llegar a los soldados, que cargaron a su padre.

Hasta el anochecer Simón permaneció escondido bajo las escaleras, y luego, queriendo reunirse con su familia, fue arrastrado por la multitud que huía y se subió a un barco. En él, se encontró con su tía y sus dos pequeñas primas y así fue llevado a la Argentina.

Masacres, incendios, robos, violaciones... todo un catálogo de la barbarie humana se había dado cita. Nada detenía a esos hombres librados a un placer sin límites. Ni el superyó, ni la religión, ni la moral, ni la ética; pusieron un freno. Los mojones de la humanidad eran ineficaces, los límites habían sido franqueados.

Y fue a bordo de uno de estos barcos, preguntándose unos a otros, como una mujer supo que su madre, sentada sobre el muelle, la buscaba…   La anciana mujer supo que su hija y sus dos pequeñas nietas habían huido hacia el muelle, pero no las encontró. En búsqueda de su familia, se negaba a ceder. Iba a continuar buscando, examinando con las mirada entre toda la gente, hasta encontrarlas.

El tiempo era su aliado y su familia no la dejaría caer en el olvido. Ella lo sabía; de generación en generación, sus descendientes seguirían buscándola.

Alsacia, Auschwitz 1942.

Jean tenía 18 años, trabajaba en el almacén de sus padres en Alsacia. Compartía su cariño entre Anna y David. Los dos eran judíos y voluntarios de la Resistencia.
Una noche, cuando volvían de una fiesta, frente a la casa de David, fueron detenidos, y todas sus relaciones fueron apresadas en cuestión de horas.
Jean fue interrogado, brutalmente golpeado y luego deportado a Auschwitz.

En cuanto el tren llegó al campo, las puertas de los vagones se abrieron con un ruido ensordecedor. Como los otros, Jean debió saltar para bajar del vagón. En ese instante, su mirada se topó con la del oficial alemán que se encontraba en la salida.
El oficial le dijo: « ¡Tú, el cocinero, ponte allí! ». Jean no era cocinero, pero el oficial, así lo decidió.

Sobre sus ropas de prisionero, le pusieron un triángulo azul, signo de que había cometido una infracción grave contra las leyes alemanas. El oficial con quien había cruzado su mirada, se reunió con él y le ordenó que lo siguiera. Se llamaba Adrián. Lo llevó hasta el sótano de una casa, en un extremo del campo y le advirtió que no se dejara ver por nadie. El solo sabía que se encontraba allí. Por la noche, Jean debía reunirse con él en su cama.

Durante el día, pasaba horas mirando por la ranura de un postigo. Una mujer de cabello gris lo observaba. Progresivamente fueron dialogando con la mirada. Ella sabía todo lo que pasaba en el campo y le enseñó un montón de cosas.
Descubrió que el hombre era la bestia más inmunda del reino animal. ¿Tal vez lo era porque se trataba del único que tenía el uso de la palabra?
Ella le contó que veía a una mujer trabajar afuera con su hijita, limpiando nieve cuando un soldado que pasaba disparó con una mano sobre la niña, mientras con la otra acariciaba su sexo.

Esta mujer enseño, que existía la masacre de los cuerpos, es verdad, pero que también existían la masacre de las almas y estas masacres se perpetuaban en los sobrevivientes durante generaciones.

La mujer también le contó que una mañana había nacido un bebé. Jean le contó a Adrián. Rápidamente Adrián fue a buscar a la niña y declarando que se trataba de su propia hija, se la confió a una pareja de granjeros fuera del campo.

Poco a poco, se estableció una amistad entre los dos hombres. Adrián le confió que hacía salir hombres y mujeres del campo, que él proponía como empleados a una fábrica cercana, dándoles de esta manera, una oportunidad de sobrevivir. Jean intentó informarse acerca de qué sucedió con sus amigos. Anna había sido deportada a Treblinka, David a Dachau, luego… silencio.

Un día, Adrián le dijo a Jean que había logrado borrar todo rastro suyo. Su nombre ya no figuraba en las listas, y que lo había hecho desaparecer a los ojos de las autoridades del campo. Poco después, los dos; emprendieron un largo viaje hacia la libertad.

La anciana mujer siempre estaba allí. Sentada, continuaba buscando. Escudriñaba las formas del humo que salía de las chimeneas de los hornos crematorios. Intentaba reconocer a su hija o a alguna de sus nietas, o a alguien de su familia… pero las imágenes que se formaban tomaban formas tan familiares que las veía en todas y en ninguna al mismo tiempo.

Rwanda 1994

Sentada en el piso sobre una alfombra rayada con colores del arco iris, envuelta en un chal anaranjado sobre un vestido blanco con flores verdes, una anciana mujer buscaba. Buscaba a su familia...
El campo estaba ubicado en medio de tierras semiáridas. El suelo era rojo, salpicado con pequeños arbustos. Ella no podía moverse, una tormenta de arena se abatía sobre el campo. En medio de una algarabía bajo un cielo de polvo ocre naranja la gente llegaba de muchos caminos al mismo tiempo.

Esta anciana mujer nunca había estado en un lugar tan caluroso. Creía haber caído en la caldera del diablo. El agua se evaporaba tan pronto como se la servía, como si los Dioses y los Demonios del firmamento bebieran, sedientos.

Los Tutsi huían de Rwanda, las casas ardían, el color rojo del fuego se mezclaba con el ocre de la arena. El corazón de África latía con fuerza; había sido tomado por asalto. Era como una crisis cardiaca que comenzaba a producir fisuras. La sangre corría formando ríos. Las almas escapadas de los cuerpos, agarradas las unas a las otras y navegaban sobre rios de sangre.
Se reunirían en el infinito...

Los Hutu, hombres de todas las edades, bebían en grupos todo el alcohol que pasaba por sus manos, ebrios por el gusto de matar, bailaban y escupían, reían sin parar.
Un joven hombre babeando de placer contaba cómo en la Iglesia en donde los Tutsi habían encontrado refugio, él los había hecho explotar con granadas. Otro, orgulloso, contaba como había destripado una mujer, otros tres daban los detalles de la violación a una joven. Se alentaban entre ellos, exhibiendo su sadismo sin límites. Desesperada, la anciana mujer veía cómo la vida perdía sentido. Hombres, mujeres y niños librados a todo tipo de excesos, eran reducidos a simples cosas.

Los políticos del mundo entero, así como la Madre Iglesia callaron una vez más. ¿El placer feroz de los asesinos era quizás un eco de su propio placer?

La anciana percibió, a lo lejos, a un niño de unos cinco años y le hizo señas para que se acercara. Cuanto más se acercaba el niño, más grandes se abrían sus ojos; y sus labios comenzaron a ampliar hasta alcanzar los lóbulos de sus orejas. Creyó haber encontrado a su abuela. La mujer, acostumbrada desde hacía mucho a los largos viajes y a los grandes cambios, para no decepcionarlo comenzó a cambiar el color de sus ojos. De a poco se volvieron negros, luego cambió también el color de su piel, volviéndose más oscura, sus labios se dilataron poco a poco. Se podía leer en ellos la alegría del reencuentro.
Una vez que tuvo al niño en sus brazos, le preparó una especie de guiso con un poco de agua de lluvia. Se sentían bien juntos. El niño comía y la anciana canturreaba. Pero, de pronto, una fuerza increíble los separó a uno del otro.

Los Hutus que habían entrado al campo con machetes, azadas y palos con clavos, comenzaron a masacrarlos, pero el niño sepultado bajo los muertos, permanecía con vida. Horas después, los perros hambrientos que comían los cadáveres lo despertaron.

La anciana mujer, impotente, no podía constatar la lista de atrocidades que se alzaba frente a ella. Cada una se tallaría sobre piedra, trazo por trazo, unas al lado de las otras, escribiendo la triste historia de la humanidad.

El acto de matar, se agregaría al catálogo de placeres del hombre.

Chapadmalal

Argentina, tierra de cobijo de sobrevivientes de genocidios, masacres y del hambre en Europa. Sobre la costa atlántica se encuentra Chapadmalal. Estas tierras pertenecían al jefe indio de la tribu Tehuelche. El nombre  de Chapadmalal fue dado por los indígenas, ya que en este lugar se cruzan y se reúnen distintas corrientes de vientos.

Simón era un inmigrante entre tantos que encontraron amparo en estas tierras australes. Quería festejar sus 91 años y pidió a toda su familia diseminada por el mundo que se reuniera con él en Chapadmalal. Vinieron de todas partes: de San Francisco, de Atenas, de Londres, de Berlín, de Kosovo, de Rwanda. Hijos, nietos, bisnietos; todos respondieron a su llamado. Su familia se había vuelto tan grande, que apenas podía creerlo. Matrimonios mixtos habían logrado una alquimia sorprendente, distintos tonos de piel, diferentes lenguas y todos eran políglotos.

Para festejar el cumpleaños de Simón, se reunieron en el restaurante de un hotel, al borde del mar. Unos se conocían, otros no, charlaban entre ellos tratando de encontrar los lazos familiares que los unían. En esta noche magnífica, el cielo se despojó de sus nubes para dejarle el reinado a la luna. La luna, engalanada con sus más hermosas luces, también estaba invitada a la fiesta. Orgullosa, miraba su reflejo sobre el mar y observaba a sus invitados.

Bailes y cantos de todos los países componían el espectáculo. Los adolescentes estaban encantados de conocer primos, primas y amigos de unos y de otros. Danzas y cantos de diferentes países formaban el espectáculo. Los jóvenes adolescentes estaban felices de los encuentros entre primos, primas y amigos que estaban allí. La vida bullía con miles de burbujas sobre la piel. Esta noche quedaría para siempre en la memoria de todos.

Antes del amanecer, la gran familia decidió pasear por la playa. Eran tantos que parecían una manifestación: la vida retomaba con fuerza su derecho de existir.

Una anciana mujer sentada sobre una roca en la playa, observaba. Oía a lo lejos un grupo que se acercaba cantando y hablando. En las letras de algunas canciones, adivinaba letras que ella conocía, en otros tiempos ella las había cantado. Luego escuchó hablar en diferentes lenguas que también había hablado. Su corazón se desbocó con latidos incontrolables. Toda ésta gente que se acercaba, ¿cómo hacer para llamarlos?

Una niñita que bailaba con los brazos abiertos como un trompo, vio a la anciana mujer. Curiosa, empezó a acercarse. La mujer de cabellos blancos, de ojos azul-grisáceos, estaba vestida como en el día de su partida, un vestido a cuadros en todos los tonos de grises.

La pequeña niña se acercó a ella con los brazos abiertos y la anciana hizo lo mismo. Una le preguntó a la otra; ¿cómo te llamas? Tamara y Candelaria se besaron. ¿Sabés quién soy? Soy tu tatarabuela. Ven a mis brazos, hijita.

La gran familia se detuvo, a penas podía retener el aliento viendo aquella escena. Candelaria se dio vuelta y les gritó que vinieran pronto: « ¡Es la abuela! ». La familia comenzó a avanzar hacia ellas, mientras la anciana los llamaba con la mano. Simón iba primero. En cuanto se acercó a la mujer, ésta le dijo: « ¡Simón, hijo, ven! ». Habían cambiado tanto, pero sus ojos seguían siendo los mismos. La emoción del reencuentro hacía temblar la tierra, los árboles empezaron a agitar sus hojas a modo de aplauso. La anciana mujer los nombro uno a uno: Tomas, que era el recién nacido, Juan ven a darme un beso, Maria, Silvia, Gigi, Johnny, Aleka, Emilia, Anita, Edgar, Luisa, Véné, Béata, Camille, Aaron, Bilha, Ephraïm, Ami, Délila, Aviel, Hadassa, Baroukh, Iris, Benaya, ……..


Juan Carlos Der Dadjadian

                                                                                                            Paris, mayo 2008


Traducido al castellano por:
Valeria Arce Tosunian
Buenos Aires, junio 2008.

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